Maldivas: crónica de un viaje necesario

 

Maldivas: crónica de un viaje necesario

Un poco más y cancelo.


No estaba yo in “the mood for love”, contradiciendo a Erroll Garner, hostiando las teclas de su piano. Percances médicos familiares, guerras en todas partes, demasiado trabajo por hacer y encima una previsión de olas nada asequible para mi nivel chusquero de surfer mediterránea. Y para más INRI, daban tormentas eléctricas cada día alrededor de Malé. 

Visualicé toda una semana haciendo sudokus a bordo, drogada de biodraminas y Budweisers calientes, y un poco más y llamo al 112 para que vinieran a retirarme el pasaporte.

Y pese a estas expectativas tan terroríficas, cargué mis anti-ilusiones y la tabla de surf y me fui al aeropuerto.
En la cola del check in ya encontré a un vasco de la expedición y después de los controles de seguridad teníamos que encontrarnos con dos chicos canarios. Los bestias, sin embargo, en vez de enviarnos un selfie para identificarlos mejor, capturaron la imagen de dos qataríes con más pinta de jihaidistas que de "canariones". Saludé efusivamente a los dos aspirantes a mártir y consecuentemente se fueron corriendo y gritando “¡No, no, no!”.

Empezábamos bien.

El viaje fue largo y para el vuelo de Doha a Malé, me tocó un asiento demasiado estrecho. 

Pero cuando vi los atolones turquesa asomándose entre las nubes, el hartazgo con la vida en general empezó a disiparse. 




Y a la salida del aeropuerto encontramos al resto del grupo y repartimos abrazos y saludos como si no hubiera mañana.


Y ya está.

Nos instalamos en el yate que nos albergaría toda la semana mientras los marineros me saludaban contentos porque se acordaban de mí del año pasado.

Y después de comer, el timbre infernal del comedor hizo temblar nuestro jet-lag, avisándonos de que ya no había vuelta atrás. Su estridencia, más propia de un colegio de primaria, daba el pistoletazo de salida a ocho días de “surf, eat, sleep & repeat”.

Tuve días de todo, de euforia desmedida por haber cogido una ola, a realizar un máster acelerado de gestión de las frustraciones. 

Ejecuté múltiples ejercicios de humildad comiendo series eternas de olas aplastantes y acabé practicando batimetría de alto riesgo (un palmo de agua máximo) por los arrecifes de coral, manteniendo el pánico a raya (esto último no se lo cree nadie!). 













Estuve tentada de partir la tabla de surf contra una palmera, chutar lejos el casco rosa de los cojones y dedicarme al punto de cruz por siempre jamás. 

Por suerte, las risas, las conversaciones surferas, y la perseverancia del maestro, que no echó la toalla con el “paquete” que le había caído encima, me re-calibraron la actitud.



Porque el surf es eso, es un deporte cruel, ingrato y lacerante, como si fuera un cóctel de todo lo que odiaste de tus exs. 

Pero entonces coges una ola y se te borra todo. 






Y luego flipas con el olor a coco de la parafina y alucinas con las tortugas erráticas que vas encontrando en el pico, anticipas fugas épicas de la espuma caótica y bajas olas de cristal, mientras miras de reojo a un tiburón solitario que te pasa por debajo. 



No hace falta decir nada más, con sólo una buena ola maldiva,

ya vuelves a estar “in the mood for love”.




  

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