Maldivas

Maldivas

Los cumpleaños. El día que una cumple años es un peligro porque de un listado de arrepentimientos puede salir toda una declaración de intenciones. Y de mi cumpleaños en enero salió un viaje de surf a Maldivas. Inmediatamente, la ansiedad de la duda contraatacó, pero la neutralicé con un proceso de preparación digno de un shaolín. Y el 18 de mayo empezó la aventura. De hecho, empezó mal porque quedé encallada en el ascensor del aeropuerto con la bolsa de las tablas (2'2 m de largo) y después embestí varios carteles informativos de la T1. Por suerte, un Voltaren antes de salir de casa me salvó de la lumbalgia de levantar una bolsa de 27 Kgr. Pero todo se fue arreglando cuando el turquesa de los atolones empezó a rezumar a través de las nubes desgarradas. 


En el aeropuerto, amarados de una humedad extrema, nos encontramos con el resto del grupo y nos convertimos en un ejército de carros con bolsas inmensas beligerantes. Entonces un dhoni capitaneado por un maldivo silencioso nos llevó al Ari Queen, un yate gigante que sería nuestra casa aquella semana. Fue entonces cuando me di cuenta de que ya no había vuelta atrás...

Y rápidamente entramos en una dinámica de “surf, eat, sleep, and repeat” que era embriagante. Primero nos asomábamos al pico de Jails, después a Sultans y si no nos convencía, llegábamos a Ninjas. Mis compañeros y compañeras de surftrip eran todos muy pros y hacían filigranas surfeando.

Mi nivel de surf mediterráneo justeaba, claro, pero todo el mundo me daba buenos consejos y me cantaba olas. Por las noches, después de cenar hacíamos las vídeo correcciones, pero no sé qué fallos veían porque todos surfeaban de putísima madre. Isio, el cámara, con sólo una frase, sentenciaba la performance diaria de cada uno. Y entonces empezaba el baño de realidad, un baño que en mi caso era un casco rosa haciendo la croqueta demasiado a menudo. Pero estaba allí para aprender y no para dar lecciones, y por tanto, decidí disfrutar. Después de la clase magistral de Kepa, invadíamos la segunda cubierta donde había un minibar regentado por un marinero discreto. El premio era una Budweiser infame al ritmo de Sociedad Alcohólica, Kortatu y el océano Índico rugiendo. También cayó alguna canción de Sergio Dalma para reírnos un rato.

Vale la pena mencionar a Nasim, el capitán del dhoni que nos llevaba a las olas cada día. Aunque sufrimos unas galernas más propias de Sharknado-the movie, Nasim, el segundo hombre más zen del mundo mundial después de Kepa, iba capoteando los batacazos con rectificaciones milimétricas de timón y reajustes de velocidad. Tanta semántica poética para concluir que si no hubiera visto a Nasim tan tranquilo me habría salido la frase de “¿por qué grabas, si moriremos todos?” Por eso, después de los periplos infernales, le felicité, convirtiéndome en su fan número 1. Me lo gané, claro, y me cuidó como una flor el resto del viaje.

A lo largo del viaje, me aferré a la frase de que "el mejor surfista es el que más disfruta en el agua" y concluyo que me lo pasé estupendamente bien. Aguanté mares inusualmente bravas, sesiones de surf con rachas de viento huracanado, chubascos insulsos, revolcones de aquellos donde todo queda oscuro con la profundidad, pinchazos diabólicos de erizos “madaffakas”, saltadas injustas de olas por parte de gorilas ajenos a nuestro grupo. 

Y, aun así, disfruté del viaje al máximo, sobre todo por el grupo de surfistas que me había tocado. Empiezo por las reinas del mar peruanas, Sabrina y Andrea, unas mujeres valientes y fantásticas, bregadas en las mejores olas del mundo, y con las que establecí un corporativismo surfero de amistad en estado puro. Surfer girls power! Continúo con el reducto celta; Evaristo, el  Slater gallego pero con un corazón más grande que el atolón de Malé; Nano, la serenidad personificada hasta que, por las noches, se convertía en DJ Temazos (Equador…); Fran, un joven nervio inventor de maniobras fabulosas;  Néstor el longboarder infiltrado y detector viviente de tormentas; Manex, el donostiarra barcelonés con nombre de superhéroe y con un sentido del humor tan afilado como los electrodos de grafeno que promulga; Dani, un lobo de mar a nivel molecular, paciente y atento; Martin, un alemán, tarifeño de adopción, con más agilidad que un acróbata del Circ du Soleil (le recordaremos siempre su salto Txin-Chan desde el segundo piso del Ari Queen); 


Lucas, con su “Jodía, no mires atrás y dale!”, y gracias a dicha frase, le debo muchas olas; Borja, inagotable subiendo y bajando el pico como si llevara pilas Duracell; el comando Zarautz con Óscar, el rey de las maniobras delirantes, riéndose de la gravedad cada cinco segundos, y Yeray, el filósofo del grupo que ya de buenas a primeras soltó la mejor frase motivadora del viaje: "hay que sobrevivir para poder volver". Claridad mental en estado puro; Isio, el Spielberg de los documentales y de la saga de “Salvad al soldado Ryan- Tormenta eléctrica en los baños de Jails”. Tuvo la santa paciencia de filmarnos de todos los ángulos y capturarnos en las mejores olas. Y si no siempre le quedará el tutorial titulado: “Photoshop: cómo encajar a un paquete/kook en un tubazo”. Y finalmente Kepa, la calma y la bonhomía personificada antes de coger una ola, pero al cabalgarla, se transformaba en un latigazo impío. Kepa es magnético, eléctrico, y tiene una plasticidad cuántica que le permite resonar con el océano arañando kilojulios de energía de cada embate de olivino.

Reitero lo que apuntaba Yeray:

–¡Hay que sobrevivir para poder volver!

¡Muchas gracias a todos!



 

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